“Al otro lado, a Borges, es a quien se le ocurren las cosas (...); yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura, y esa literatura me justifica” - Jorge Luis Borges |
Eran las 18:30 y abrieron las puertas de la Sala América de la Biblioteca Nacional, según lo que su mismísimo director nos había indicado 20 minutos antes. Ya cargados de papas fritas céntricas y un vaso de coca-cola cada uno, junto, por qué no, a un cigarrito apurado, entramos. La instalación, perfecta en su sobria comodidad, albergaba algo menos de doscientas butacas vacías. Al cabo de media hora se llenaron, lapso en el que con Ella, mi acompañante en estas lides de la percepción, comentábamos cómo los estudiantes universitarios de carreras así llamadas humanistas se visten todos iguales, con cierta irreal postura de que ya tienen el doctorado. Se apagaron las luces y, oh sorpresa, casi todos los celulares y comenzó la función.
La obra cuenta con un reparto bipersonal encarnado en Humberto Duvauchelle y Orieta Escámez, acompañados y llevados a la emoción por el bandoneón de Raúl Vargas. Es un relato articulado en base a "El Otro", relato que narra el increíble encuentro de Borges con su otro, una especie de clon de sí mismo que transita en otro orden del tiempo y el espacio y, sin embargo, es Borges. La obra está planteada básicamente como monólogo, pero un monólogo apelativo directo, vale decir, que le habla derechamente al público presente, le hace preguntas, comenta. Aparecen mezcladas las peripecias de la biografía misma del escritor, su embeleso bibliográfico, su pasión por la escritura como único medio de vida, pero no de esa de las cuentas y billetes, sino medio de vida en lo existencial, entretejidas con trozos de relatos escritos por Borges de la talla de El Sur y El Aleph. Entremedio, las mujeres, las de su biografía, no las de sus ficciones, aparecen, cronológicas, como contrapunto al fantástico mundo de la Biblioteca de Babel en que se mueve la incansable mente de Borges. Está la madre que patrocina, la hermana alegre y soñadora, la amiga escritora, la alumna esposa, hoy heredera, todas aportando una mirada externa y hermosa a la figura y la vida del mejor candidato al Nobel que nunca lo ganó. No se hace asco a nada, se menciona su relación con los regímenes fascistas de Argenitna y Chile, desde la voz fantasmal de los muertos, que atormentan al autor. Pero, afortunadamente, esta sección es solo un dato y no se utiliza para tirar un panfleto más al millón de ellos ya vertidos en escenarios y palcos nacionales.
El final nos remite al Aleph, al inconcebible universo, a la sensación última de un escritor ciego sin tragedias, el postrer reconocimiento por parte del llamado Hombre Libro de que el universo entero cabe en un espacio diminuto, que todo el tiempo cabe en un instante, que todas las palabras y todas las ideas caben en una persona.
Una obra fina, de factura impecable, gratamente lejana de toda pantomima y exageraciones histriónicas a las que nos tienen acostumbrados los nuevos rostros del teatro-tele. Acá la emoción es mesurada, como en la vida. El brillo en los ojos del protagonista, en su discurso final de cierre de la obra -pues aquella era la última función - y su reflexión sobre cómo hoy cultura se escriba más con K que con C, como evidencia de un momento crítico de nuestra cultura, nos dejó aplaudiendo a rabiar, ovacionando con voz clara una joya recién descubierta. Ella, mi compañera, tenía la mirada perdida en los ojos ya no de Borges, sino de Duvauchelle, que trasuntaban el inmenso amor de un verdadero actor por la gente que lo va a ver. Yo, por mi parte, aplaudí el fino tratamiento de los textos, los guiños nunca doctos ni pretensiosos.
La obra fue presentada por un mes gratis en la Biblioteca Nacional.
La cultura, queridos lectores, y el teatro, no tienen por qué necesariamente apuntar a públicos exclusivos. Se puede hacer sin grandes bataholas. Sale mejor, más natural, más cercano y, con ello, mucho más valioso como experiencia vital.
Si alguna vez montan esta obra de nuevo, asista. No se va a arrepentir.
La obra cuenta con un reparto bipersonal encarnado en Humberto Duvauchelle y Orieta Escámez, acompañados y llevados a la emoción por el bandoneón de Raúl Vargas. Es un relato articulado en base a "El Otro", relato que narra el increíble encuentro de Borges con su otro, una especie de clon de sí mismo que transita en otro orden del tiempo y el espacio y, sin embargo, es Borges. La obra está planteada básicamente como monólogo, pero un monólogo apelativo directo, vale decir, que le habla derechamente al público presente, le hace preguntas, comenta. Aparecen mezcladas las peripecias de la biografía misma del escritor, su embeleso bibliográfico, su pasión por la escritura como único medio de vida, pero no de esa de las cuentas y billetes, sino medio de vida en lo existencial, entretejidas con trozos de relatos escritos por Borges de la talla de El Sur y El Aleph. Entremedio, las mujeres, las de su biografía, no las de sus ficciones, aparecen, cronológicas, como contrapunto al fantástico mundo de la Biblioteca de Babel en que se mueve la incansable mente de Borges. Está la madre que patrocina, la hermana alegre y soñadora, la amiga escritora, la alumna esposa, hoy heredera, todas aportando una mirada externa y hermosa a la figura y la vida del mejor candidato al Nobel que nunca lo ganó. No se hace asco a nada, se menciona su relación con los regímenes fascistas de Argenitna y Chile, desde la voz fantasmal de los muertos, que atormentan al autor. Pero, afortunadamente, esta sección es solo un dato y no se utiliza para tirar un panfleto más al millón de ellos ya vertidos en escenarios y palcos nacionales.
El final nos remite al Aleph, al inconcebible universo, a la sensación última de un escritor ciego sin tragedias, el postrer reconocimiento por parte del llamado Hombre Libro de que el universo entero cabe en un espacio diminuto, que todo el tiempo cabe en un instante, que todas las palabras y todas las ideas caben en una persona.
Una obra fina, de factura impecable, gratamente lejana de toda pantomima y exageraciones histriónicas a las que nos tienen acostumbrados los nuevos rostros del teatro-tele. Acá la emoción es mesurada, como en la vida. El brillo en los ojos del protagonista, en su discurso final de cierre de la obra -pues aquella era la última función - y su reflexión sobre cómo hoy cultura se escriba más con K que con C, como evidencia de un momento crítico de nuestra cultura, nos dejó aplaudiendo a rabiar, ovacionando con voz clara una joya recién descubierta. Ella, mi compañera, tenía la mirada perdida en los ojos ya no de Borges, sino de Duvauchelle, que trasuntaban el inmenso amor de un verdadero actor por la gente que lo va a ver. Yo, por mi parte, aplaudí el fino tratamiento de los textos, los guiños nunca doctos ni pretensiosos.
La obra fue presentada por un mes gratis en la Biblioteca Nacional.
La cultura, queridos lectores, y el teatro, no tienen por qué necesariamente apuntar a públicos exclusivos. Se puede hacer sin grandes bataholas. Sale mejor, más natural, más cercano y, con ello, mucho más valioso como experiencia vital.
Si alguna vez montan esta obra de nuevo, asista. No se va a arrepentir.
1 comentarios:
Mira, qué buena cosa. Lamento no haberme enterado a tiempo. Los trajines de la vida en Chile son los que nos distancian de la cultura. Mucha pega, muchos deberes, y poco tiempo para informarse. Al final uno suele ir a lo de siempre o ver a los queridos de siempre.
Grande BigFella. Avantti!!!!
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