jueves, 24 de abril de 2008

Diario de un Inepto Doméstico.


Durante esta semana me ha tocado ser dueño de casa. Entiéndase bien, no es que las escrituras y títulos de propiedad de la casa que habito hayan pasado a mi nombre durante la semana en curso, ni mucho menos. He hecho las labores hogareñas. Esto puede que no sea una novedad para nadie, pero para mí ha estado lleno de sabores (también olores, porqué no decirlo) desconocidos y fascinantes. Obviamente, estos días también han estado repletos de conciencia, la plena conciencia de que llevar una casa debiera ser uno de los trabajos mejor considerados en cuanto a lucas. No es que me haya hecho falta hacerme cargo unos míseros 3 días de mi hogar para darme cuenta de tamaña obviedad, pero sí es muy diferente pensarlo, considerarlo, que vivirlo.

Con todo, no quiero hacer una apología melodramática del rol abnegado de la dueña de casa ni mucho menos de mí mismo. Más bien, la idea es compartir algunas experiencias a modo de “survival 101” para aquellos que, como yo (o el resto de mi familia, huelga decir) alguna vez deberán tomar control de los problemas y necesidades - ¡Tantas, oh Dios! – de una casa promedio. Sé de alguno de entre ustedes que sabrá apreciar el esfuerzo por compartir la vivencia a modo de ejemplo. Demás está decir que no todo sucedió tal cual el relato dice. Licencias narrativas, que les llaman.

Día uno, La libertad

Claro, llega ese primer día en que te levantas y sabes que nadie estará ahí para preguntarte sobre tu preferencia de huevos o si quieres té o café. Pero también comienzas a sentir, a percibir, que la casa vacía significa una ventaja. Lavas la loza del día anterior (que probablemente, aún en la lógica anterior de que alguien se hará cargo, tú mismo dejaste ahí) al ritmo de tu música favorita. A buen volumen. Decides comer huevos esa mañana, de hecho, y la voz que siempre te dice “otra vez huevos, ayer comiste huevos, te vas a poner gordo y además huevón si comes tanto huevo” no está por ninguna parte. “Já”, piensas, “¡Libertad!”. Ni siquiera comes en la mesa, para qué, te instalas con tu café, tus huevos y 5, sí, 5 rebanadas de pan molde (la nueva moda). Enciendes tu PC, quizás, o la tele, te instalas. Miras como algunas pelusas inocentes juegan con el viento tratando de desprenderse de tu alfombra, minúsculas. No le das importancia. Hoy cocinarás lo que a ti se te ocurra. Llega la hora de almuerzo (ojo, aún ni un asomo a la ducha), la hora en que almuerzas siempre, tipo 13 horas, te levantas de tu asiento y piensas, tontamente, “ya, a comer”. Pero no, no, no, no, nooo, hay que cocinar. “Demonios, qué cresta cocino”. La respuesta es una sola. Pones agua a hervir y ha hacer fideos. Picas zanahoria, pimiento, algo de carne que estaba por ahí. Las salsas de tomates, ambos sobrecitos, esperan tu tijera hábil. Pero pasado el rato algo pasa con la cocción. Los fideos estás listos y colados hace rato, pero en la olla de la salsa la zanahoria no quiere reblandecer. Una imagen mental te traspasa los ojos como un rayo: la señora, la de la voz que tanto te alegró no escuchar con su cantaleta, inclinada sobre la mesa, rayando la zanahoria… En fin, piensas, da lo mismo, total, soy libre, no hay nadie, yo mando. Tu invitada a almorzar, cortésmente, te celebra la salsa, pero tú sabes que estaba pésima. Al menos, a ti no te gustó. En lavar el estropicio que dejaste en la cocina se te va la tarde y a la hora en que el resto llega, no tienes tino ni ganas de atender a nadie. Fin del día uno.

Día dos, cómo odio limpiar baños

El día dos no parte con la misma alegría. Nuevamente hay que lavar la loza del día anterior, pero ahora maldices a quien la haya dejado (tú mismo, de nuevo, pero no lo recuerdas muy bien, porque la visión de ti mismo comienza a transformarse en la de un mártir, lentamente, gradualmente). Comes unas tostadas con lo primero que encuentras, da lo mismo, lo que signifique lavar menos huevadas. Al almuerzo comes unos restos de arroz del fin de semana, que no habías querido comer ayer, porque tú no comes restos. Pero no cocinar hoy te deja un poco menos amargo. Tras almuerzo, vas al baño y te das cuenta de que es un asco de lugar. La tina está de un color grisáceo y con marcas de barro con forma de pata de gata (“gata y la conch….”). El water, inodoro por nombre, no cumple tal condición. Sus bordes ya no son tan blancos, su reflejo no tan brilloso… tus ojos frenan su escáner de pronto en una cosa que está pegada a la parte de atrás del “trono de loza”. Conteniendo una arcada, te pones los guantes de goma, tomas el limpiador (una cosa curiosa, varilla con cabeza chascona que no habías tocado en tu vida), echas el producto de la manera en que tan amorosamente tu novia te dijo el día anterior – primero hacia arriba por el borde de la taza, luego en el plano del borde de la taza, cuidando de tocar lo menos posible el agua – tiras la cadena casi con angustia y, aliviado, ves cómo todo tiende a recuperar su blancura. Parte final, lustrar el trono por fuera con un pañito. Luego la tina, que no tiene mayor complicación salvo el área. Te juras que no harás eso nunca más en tu vida. El resto del día sigue con el dilema de la ropa sucia, cuando llegan los demás se hace el acuerdo de “hacer una carga” en la noche y otra al día siguiente en la mañana. Tu pensamiento antiguo de que la lavadora funcionando todos los días en una casa de 4 personas era excesivo, que nadie usa tanta ropa, que cómo, que qué poca eficiencia de recursos, se van a la basura. Dos días sin lavar y la ruma de ropa sucia llega casi al techo. Primera carga, todo bien, ni un drama, el tubito que saca el agua de la lavadora hace bien su trabajo y todo sale de maravillas. A dormir.

Día tres, huir a la casa de tu novia

Tu madre antes de salir en la mañana dejó la lavadora andando, pero algo pasó que la manguera expulsó toda el agua no hacia el desagüe del patio, sino dentro del lavadero o cuarto donde está la máquina. Terminó su ciclo y has de tender la ropa (chapoteando en un agua que no has de limpiar, pues, el mártir que para ti mismo ya eres está hasta más arriba de los huevos y no va a asumir todas las tareas sólo, qué se han imaginado, es un escándalo, un abuso). Primer pensamiento: “esto es fácil, además, soy alto, me costará mucho menos llegar a los alambres de tender y bueh, qué tan difícil puede ser”. Pero ya han pasado 5 minutos y miras el montón de ropa mojada y no tienes idea como vas a hacer para llevarla toda al patio, sin que se ensucie, para colgarla. Decides usar tus piernas jóvenes y hacer varios viajes. Pero al quinto ya no quieres más y la lavadora no se vacía nunca. Los alambres tampoco dan abasto, fueron diseñados, piensas, para recibir el lavado diario y no el de 2 o 3 días. Ergo, usas todo lo demás de tu patio, rejitas, banquitas, todo, para dejar artísticamente ordenadas todas las prendas lavadas. Cuando uno tiende un calzoncillo ajeno, créanme, uno pierde mucho de su pudor y, lógicamente, el mártir es ya un Héroe. Hoy te desesperas más con cada detalle y finalmente, sin lavar loza, sin limpiar el baño y sin demora huyes desesperado a casa de tu novia. Te das cuenta que la casa de ella está radiante, tu suegra es una maestra del arte que malamente apreciaste durante los días anteriores y el sabor de la comida bien cocinada te devuelve incluso a tu infancia, cuando sólo bastaba gozar de las bondades de tu casa.

Faltan cosas que contar, la más importante, la ida a la feria (o mercado de abastos), a la que dedicaremos un capítulo especial pronto, pues ahí sí que el noviciado juega en contra. Mientras, vayan estos episodios como ejemplo y consejo. Me ahorro la moraleja.

Un saludo especial para el cartero, al que nunca, nunca le abrí la puerta porque siempre, siempre, me encontró atareado evitando una debacle en la cocina.

2 comentarios:

David dijo...

jajajajaja

Saludos, Camarada Hogareño. ¡Viva la casa!

¡Aguante, BigFella!

P.S: Pronto viviré solo y en las alturas. Moriré.

Fran... dijo...

jajajajaja....

bienvenido pues!
al mundo de los quehaceres hogareños... y eso que hay episodios peores, como encerar, o (y dios me libre) planchar, sobre todo considerando que las personas altas como nosotros somos vilmente discriminados por la industria de linea blanca, muebles y todo tipo de lavaderos. Como tú ya bien sabes, en mi casa la escoba tiene una prolongacion de al menos 40 cms!! mi madre disque "para que no vayamos a dañarnos la espalda".

Realmente me interesa lo de la feria, por favor! jajaja

aguante la aldea!!

T'adore!